
Por eso, el 6 de julio de 1916, en una sesión secreta del Congreso de Tucumán, el general Manuel Belgrano expuso los lineamientos generales de lo que se llamó el Plan del Inca. El mismo consistía en que, una vez coronada la declaración de la independencia, el poder sería otorgado a una monarquía constitucional encabezada por un Rey Inca. La idea tenía sentido, ya que los indígenas eran los dueños originales de este suelo y se lo usurparon a la fuerza. El nuevo Monarca tenía nombre: Juan Bautista Tupac Amaru, el único sobreviviente de la destrozada familia tupamara, preso en España.
El plan, que contaba con el apoyo de San Martín y Güemes (y años antes una idea similar era sostenida por Castelli), entre otros, proponía que Cuzco fuera designada capital del nuevo territorio. Era lógico, Cuzco era la ciudad sagrada de los Incas y, si prosperaba la idea de Manuel, abarcaría bajo su dominio en la nueva nación los actuales territorios de Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay (con posibilidad de adherir también Venezuela y Colombia).
Pormenores al margen, hay que resumir diciendo que en Buenos Aires esbozaron una sonrisita irónica ante el plan de Belgrano. No es difícil imaginar a los diputados porteños fumando un puro en una sala infestada de humo y diciendo: “A este Manuel se le ocurre cada cosa…”.
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